Aquel mes de febrero, mi abuela se quedó al cuidado de los pequeños de la casa, es decir, de Rafael y de mi. Los mayores estaban internos en sus respectivos Colegios y mis padres, junto con mi hermana Amparo, habían ido a Lanjarón a tomar las aguas.
A la abuela le parecía yo la niña más perversa del mundo y no le faltaba razón!
-¡Que alguien me quite de en medio a esta niña que me mira con ojos de gato!- Solía decir mi abuela, dejando muy claro que no me podía soportar.
Aquella tarde decidí regar el suelo del cuarto de plancha con los pipos de las aceitunas que Rafael y yo conseguimos comernos a lo largo del día. Me pareció divertido ver a los mayores intentar guardar el equilibrio una vez que pisaban el maldito hueso. Y mi hermano siempre secundaba mis ideas.
Nos escondimos detrás de las cortinas del hueco de la escalera de servicio, donde se guardaba la ropa sucia a la espera de ver entrar a nuestra víctima. No habían pasado ni 5 minutos cuando la vimos aparecer ; Mi guapísima abuela cruzaba el umbral buscando a Frasquita para que le ayudara con su labor de bolillos, pasó por delante nuestra, ajena a lo que podía sucederle cuando pisó el arma del delito y al verse suspendida en el aire, mientras pedía auxilio consiguió asirse a un aparador del office y así recuperar el equilibrio.
Como resultado de esa diablura, a la mañana siguiente me mandó a un colegio de la sierra que regentaba una monja amiga suya; la Madre Rafaela. Mandó que me hicieran una tartera con filetes empanados y me mandó con el cochero en el coche de caballos hasta ese horrible lugar.
Recuerdo como entre Antonia la cocinera y mi abuela hacían dos horribles trencitas con mi preciosa melena rubia. Cuando mi madre a la vuelta de su viaje, me vio sin tirabuzones, se llevó un disgusto horrible.
Pasé allí unos tres meses sin grandes anécdotas que contar, en alguna ocasión y por hacer alguna travesura mandó que me vinieran a buscar.
Como aquel día en que jugando al pilla-pilla alrededor del estanque que había en el jardín, estanque, que según contaban estaba lleno de mosquitos del paludismo, por lo que teníamos prohibido acercarnos, detalle que lo hacía más atractivo. Corriendo alrededor del borde nos tropezamos y caímos dentro, nos pescaron y nos mandaron a nuestras casas.
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