lunes, 23 de febrero de 2015

MIS PRIMEROS AÑOS IV; Me operan de amigdalas...

Una niña muy delicadita!! Decían de mi mis hermanos... Enfermaba con relativa facilidad, enseguida me subía la fiebre. Nuestro médico de cabecera me diagnosticó amigdalitis. Había que operarme. Se pidió cita a un otorrino de gran reputación en Córdoba.
En el trayecto desde mi casa hasta la consulta del Dr., mi madre trató de persuadirme de la nimiedad de la operación, al tiempo que trataba de infundirme valor. Sin embargo y aunque no decía nada, iba absolutamente aterrada y desde luego nada convencida de tener que pasar por semejante mal rato. Tan poco convencida estaba, que al cruzar el umbral me dio tal ataque de pánico que cual gato salvaje arremetí contra el pobre médico que estupefacto comentó;  -Vaya una Rosa con espinas!-
A mi madre aquel comentario le pareció un poco salido de tono y bastante insultante, por lo que asiendo mi manita me hizo salir junto a ella de aquel lugar. Me había librado de la quema al menos por el momento.

Había ganado una batalla pero no la guerra, a los pocos días nos recibía un cirujano en Sevilla. Hicimos las maletas y Pepe el chofer nos llevó a mi madre, mi hermana Amparo y a mi a la capital hispalense. Aquella noche nos alojamos, como siempre que íbamos a Sevilla, en el Hotel Inglaterra. Tras una larguísima noche aterrada y angustiada, amaneció un día precioso. El olor a azahar lo invadía todo. Las gitanillas llenaban de color aquel día del mes de abril. Aquella maravillosa estampa no disminuía mi miedo. Miedo acrecentado por la tía Chica, que no paraba de alertarme en contra de aquella operación;
- Te están engañando- repetía constantemente-
-Te van a hacer mucho daño-
-No te dejes- Me decía una y otra vez.
La tía  Soledad Porras Pacheco, prima hermana de mi madre, era para ella la hermana que no tuvo. Todos la llamaban Chica, aunque nunca supe el porque.

Al fin llegamos a la consulta del cirujano, venían conmigo y con mi madre, la tía Chica, tía María Fernández de Bobadilla y mi hermana Amparo. Al cruzar el umbral de aquella casa típicamente sevillana con sus rejas, su cancelita de hierro, su patio...Nos recibió una enfermera muy atenta, que nos acompañó a la sala de espera.

No tuvimos que esperar mucho tiempo, enseguida nos condujeron a la sala de operaciones. A aquel médico, para ganarse mi confianza, no se le ocurrió nada mejor que enseñarme las amígdalas del niño que acababa de ser operado. Aquella masa sanguinolenta tan parecida a unos higaditos de pollo, fue el detonante. Cuando vi a aquel hombre grandote con una jeringa en la mano,  dispuesto a clavarme una enorme aguja, no pude contenerme más y empecé a dar patadas y mordiscos a diestro y siniestro, hasta conseguir, convertida en fiera corrupia deshacerme del anestesista, la enfermera y el médico y huir corriendo de la clínica. Pepe, que nos esperaba apoyado en el coche, al verme salir como una exhalación, corrió tras de mi hasta alcanzarme.

Mi madre salió enfadadísima y enormemente avergonzada. De vuelta al hotel me sentaron entre tía María y mi madre y apoyándose la una en la otra consiguieron hacerme entrar en razón. Cuando llegamos al hotel, yo estaba arrepentida de mi mal comportamiento.

A la mañana siguiente, henchida de amor propio, llegué a la clínica decidida a portarme como una niña obediente y dócil, tal como había prometido a mi madre.

Entré sola, sin apoyarme en una mano amiga que me condujera. No he olvidado la cara pavor  de la enfermera, al retirar yo mi mano cuando ella trataba de dármela. "Esta cree que se va a repetir la escena de ayer" Pensé divertida.

Todavía aturdida, volvimos al hotel, donde me acostaron. A la mañana siguiente, desperté con una brutal hemorragia. Mi madre, asustadísima me llevó de nuevo a la clínica donde permanecí varios días. Para salir del hotel, atravesamos el comedor del mismo y a pesar de mi debilidad se me quedaron grabadas las caras de estupefacción de los comensales al vernos a mi madre y a mi en tan angustiosa situación. Tras varios días en la clínica, me trasladaron al chalet que en Pineda, tenía mi tío Juan de Dios. Mis tíos me mimaron y consintieron  hasta la saciedad, en cuanto me hube restablecido volví a Córdoba.



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